Julio Cortázar: una obra en movimiento

 

Leer la obra de Julio Cortázar supone animarse a una travesía sin fin, su escritura está atravesada por la incesancia, nunca se estratifica, nunca se clausura el sentido.

Por Roberto Ferro

 

La obra de Julio Cortázar puede ser leída como una vasta cartografía tramada en un complejo collage, que aparece  inabarcable para una mirada que la quiere abordar desde una sola perspectiva. En su dilatada extensión se entrecruzan experiencias de vida con formas literarias figuradas por voces discursivas inscriptas en géneros de bordes inestables y por lenguajes de las más variadas procedencias. Esa cartografía se da a leer como una obra en curso, en tránsito, un itinerario incompleto; las estancias de esas travesías, en las que se han ido sedimentando sus movimientos, se manifiestan en dos formas; por una parte, en los textos que ha ido escribiendo a lo largo de su vida y, por otra, en las composiciones diversas con se fueron sedimentando sus bibliotecas de acuerdo a las funciones que los tránsitos iban imponiendo a sus estratificaciones tan inestables como las de los paisajes cambiantes de los médanos. Los volúmenes que constituyen su obra y las bibliotecas en las que iba acumulando los libros leídos y releídos, son las detenciones que a lo largo de las múltiples travesías fueron escandiendo su nomadismo incesante.

Atravesar el conjunto de sus textos, tanto aquellos que fue publicando en vida como los que se han ido agregando en los años posteriores a su muerte,  se me presenta como el recorrido sinuoso  por un  cuaderno de viajero en el que Cortázar ha  dejado la impronta de su paso por tradiciones   literarias de las más variadas raigambres, moviéndose entre lenguas en su tarea de traductor, dejando las huellas de su enorme curiosidad y de su inagotable capacidad de asombro a la que nunca impuso límites ni obstáculos, componiendo una urdimbre inextricable entre un lector infatigable y un escritor que va produciendo una obra de una magnitud extraordinaria, tanto por su dimensión como por la diversidad genérica que aborda.

Esas travesías consistieron en exploraciones que, desde luego, no se reducían al mero registro, esto es, a descripciones escénicas o afines, sino que fueron experimentadas en hondura, como un viaje interior: viaje sentimental o temperamental que se realiza, simultáneamente, con el viaje exterior. Su escritura se abre a mi mirada lectora  a través de un itinerario posible entre muchos otros. Un itinerario que atraviesa ese territorio sin bordes precisos en el que la inquietud nómada de Julio Cortázar ha buscado profundizar las insondables latitudes de la otredad en todas sus manifestaciones y ha intentado asumir el reconocimiento de su identidad como un proceso en devenir, al tiempo que  su propia voz se configuraba en la modulación de componentes de gran heterogeneidad, articulados en formas literarias abiertas a múltiples derivas de sentido, orientadas hacia la ávida inquietud de los lectores, conmoviendo esa incalculable multiplicidad a la que el gesto de su literatura se entrega.

Hay una constante que emerge una y otra vez en sus textos: el tránsito, que marca tanto a su vida como a su obra, coincide con la búsqueda de una segunda realidad que la primera, digamos la fáctica, la inmediata, enmarca y a la que indaga interminablemente bajo la sospecha de que por debajo de ese escenario prefabricado hay otra dimensión esperando ser descubierta y en la que habitan los sueños. En esa dimensión, la vida alcanza un sentido más complejo y profundo que el que emerge de las meras acciones que signan la cotidianeidad, en tanto paradigma de la repetición condicionada.

En sus desplazamientos, yendo y viniendo con un afán insaciable que lo lleva a recorrer tanto una bibliografía de dimensiones descomunales como a viajar con una notable perseverancia, hay un impulso relevante que proviene, en gran medida, de la tradición romántica que impregna su poética. Cortázar insiste consecuentemente a lo largo de su obra en una consistente crítica del pensamiento racional y cientificista propio del imaginario dominante desde la ilustración; el romanticismo se constituye como una fuerza que supone un rechazo a esa concepción del mundo que parcela la realidad y la secciona a partir de una lógica regida por una matriz unívoca que se origina en la causa y fatalmente produce la consecuencia, sin otra alternativa.

La cosmovisión romántica se contrapone a las ataduras lógicas y racionales que rigen las relaciones del hombre con el mundo al que pertenece, y pretende reincorporarlo o vincularlo  mediante nexos lúdicos, míticos e intuitivos. Mientras que el pensamiento ilustrado se propone establecer dispositivos de conocimiento centrados en lo finito, con propósitos de otorgarle un estatuto de saber objetivo, estableciendo dicotomías cerradas y articuladas por estructuraciones jerárquicas,  la tradición romántica resuelve la tensión antagónica entre elementos contrarios, como finito e infinito, objetivo y subjetivo, luz y oscuridad o vigilia y sueño, en la interpenetración de los opuestos.

La impronta romántica de la poética de Julio Cortazar, aparece a mi especulación crítica como una corriente profunda que promueve la convergencia de otras vertientes de pensamiento e imaginación como el surrealismo, el existencialismo y formas diversas de la sabiduría oriental; en otras palabras, esa dirección es la que habilita la posibilidad del encuentro y la apertura  a la diversidad; el romanticismo es el punto de partida, la condición  de posibilidad a partir de  la cual la poética cortazariana se va configurando en toda su complejidad y extensión.

Leer la obra de Julio Cortázar  supone animarse a una travesía sin fin, su escritura está atravesada por la incesancia, nunca se estratifica, nunca se clausura el sentido. Las reglas del juego no incluyen el punto final, los textos siguen en perpetuo movimiento.
 

Buenos Aires, Coghlan, 2014

Sobre Roberto Ferro

Roberto Ferro. Escritor y crítico literario. Es Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Profesor e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras. Ha dictado cursos de posgrado en Uruguay, Brasil, Venezuela, México, Francia e Italia. Forma parte del Consejo Editorial de numerosas revistas académicas y literarias. Entre sus libros publicados están Lectura (h)errada con Jacques Derrida (1995), La ficción. Un caso de sonambulismo teórico(1998), El lector apócrifo(1998),  Onetti/La fundación imaginada (2003), De la literatura y sus restos (2009), Fusilados al amanecer (2010), El otro Joyce (2011) y  Ficçoes do eu ficçes do outro (2013). Algunos de ellos han sido traducidos al portugués y al italiano.

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