Por Diego Hernán Rosain
Néstor Sánchez, El amhor, los orsinis y la muerte. Buenos Aires: Paradiso, 2011
“beat”, “macedonia”, “pálida”, “clave”; con esas cuatro piezas de rompecabezas y otras seis que parecieran no formar parte orgánica del recuadro comienza y a la vez concluye El amhor, los orsinis y la muerte (1969) de Néstor Sánchez (1935-2003). Cada “imagen-primaria” (como él las llama) conforma un vértice de la novela: dos anuncian el inicio y dos el final. Lo demás es “un gran remolino textual”,[1] un espacio vacío que permite dar rienda suelta a la caótica voz narrativa que siempre amenaza con cambiar de rumbo. Lo único seguro, lo único incuestionable es ese prólogo, ya que la trama gira en torno a una serie de vaivenes de péndulo, idas y vueltas, un narrador en primera persona testigo y otro en tercera persona omnisciente (que acaso son uno mismo), diferentes códigos y experimentaciones con las posibilidades de la lengua, personas y personajes, presencias y ausencias. Sobre todo ausencias que se hacen notar constantemente. La más apremiante sin duda hasta llegar al centro del relato es la de Orsini (Heriberto) que reencarna en el loro homónimo del barrio de Flores.
Orsini es esa presencia ausente o esa ausencia presente (como la letra hache en su nombre, como su nombre entre paréntesis) que impulsa el relato, que genera conflicto, que se interpone entre el amor y la muerte, y aún en la consumación del am(h)or. “Ellos son cinco (…) y nosotros, cinco” dice el narrador,[2] y en el centro Ismael y Felipa que buscan escapar al destino que se les dictaminó en el prólogo, y en el medio un aborto peligroso en Calcuta.
Sánchezencuentra a su alter ego en Ismael escritor. El relato El hombre de la bolsa, escrito a lo largo de cuatro cuadernos de notas, es un “relato que quedará trunco para siempre”,[3] “como si a toda costa tuviera una parte en el argumento y voy a dejar de repetirla”,[4] “convencido de retomar una literatura subterránea, innombrable”.[5] El cuaderno no se termina cuando se ha escrito la última hoja en blanco (“un nuevo cuaderno de notas que miente, que no terminaré”)[6], porque se debe aprovechar hasta el último espacio entre frase y frase mediante un paréntesis, un guión o una barra. A veces, incluso, se deben suprimir las sangrías y mayúsculas. En otros casos, puede darse el lujo de dejar dobles espacios o componer una partitura. “El ritmo de una frase trae el ritmo de un párrafo ¿y qué?”,[7] ¿qué hacer con un párrafo que no contribuye con la diégesis del relato?, ¿se lo arroja al río o a la cabeza de una gallina? No, se le encuentra un espacio en ese embrollo de citas y particiones.
El lector se somete a un incesante ir hacia delante de historias simultáneas que se yuxtaponen y desperdigan por el mundo, ligadas por una serie de referencias geográficas, musicales, artísticas, comerciales, religiosas, literarias, viales, eróticas y narcóticas que lo mantienen alerta. Ese bombardeo de información configura un mundo de saberes tanto urbanos y cosmopolitas como populares y clandestinos. No hay discriminación, todo se entremezcla como una cadena infinita de interrelaciones en la cual todos los eslabones son valiosos: D’Artagnan con Cantinflas, Fantomas con la mujer de Lot, el Ganges y el Riachuelo, Hernández (Felisberto) con Fernández (Macedonio).
¿Y qué es lo que perdura en la memoria del lector? La venta del Studebaker, la motonave holandesa Tjitjalengka, la muletilla “make me a mask”, el caño de la Colt, el padecimiento de mamá Greta, las modificaciones del armonión, el recuerdo de una valija con adentro la caja con adentro la caja más chica, una sensación orsínica y esa frase que sólo se encuentra en las ausencias: “la posibilidad de un dolor infinitamente excitante, existe”. Néstor Sánchez exhibe, en esta novela, el desenfreno de una mente que no descansa, la puesta en práctica de la semiosis infinita.
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