Lo sagrado y su presencia en Daniel Guebel

 El gran defecto de los libros que trasladan el hecho teatral a la imprenta es la muerte de la acción y, con ella, de la contra-dicción, motor de la historia, del diálogo, de la trama, del conflicto. Guebel, un trágico no dialéctico, nos presenta las diversas etapas de su proceso creativo, desde la reflexión a la escritura, desde la praxis a la teoría y la crítica, ida y vuelta.

Por Joaquín Correa

 

«En una representación ideal», afirma Daniel Guebel en "Los secretos del teatro”, «uno debería irse del teatro con el alma partida». Y es tal ese empeño en su escritura dramática que ni el amable o sobrio diseño de Padre seguido de Dos obras inconclusas & Dos charlas sobre teatro a cargo de Manuel Passaro para La bola editora ni los lúcidos textos que curan (en toda la amplitud de los sentidos) la edición a cargo de Nancy Fernández logran apagar ese oscuro resplandor. Bien por ellos, porque han optado no por intentar domesticar lo indómito sino por resaltar lo inaprensible de esa escritura. El gran defecto de los libros que trasladan el hecho teatral a la imprenta es la muerte de la acción y, con ella, de la contra-dicción, motor de la historia, del diálogo, de la trama, del conflicto. Guebel, un trágico no dialéctico, nos presenta en este conjunto de textos reunidos la posibilidad de colocarnos frente a las diversas etapas de su proceso creativo, desde la reflexión a la escritura, desde la praxis a la teoría y la crítica, ida y vuelta. Entre el aparente desnudo de las piezas y sus procedimientos y el hermetismo de los personajes y los sentidos que cargan está, entonces, Padre… de Daniel Guebel.

                  Con su prólogo, “La sagrada familia”, y su postfacio, Nancy Fernández anticipa sin spoilear, explica sin agotar, deslinda sin acabar el diseño de las figuras, en un acuerdo perfecto y coherente para presentar un conjunto de textos que se proponen, desde sus títulos, como imperfectos por imposibles de concluir o de clausurarse. Habría que pensar, claro, si acaso el teatro o, mejor dicho, el hecho teatral puede clausurarse, adjetivo este sólo imaginable en tiempos sombríos, sólo posible en épocas como las actuales. La pregunta inmediata es evidente e incómoda: ¿el teatro de Daniel Guebel es posible de ser llevado a escena hoy en día? Si la posibilidad tiene que ver con lo tolerable o con un desafío a las estructuras de poder, la respuesta no será sino negativa. Porque el fundamento su teatro es la corrosión del poder, de su moral y de su decir. La escritura de Guebel, engendrada entre el deseo y el derroche, perturba. En ese sentido leerá estas piezas asentadas en el diálogo Fernández: entre el don y la deuda, entre el rédito y el crédito, con el cuerpo como punto de partida y de llegada, con los restos como desechos sexuales y luminosos, resultados evidentes e infatigables de algo que no por más gráfico deja de ser incómodo.

                  Padre es el núcleo del libro. Núcleo magmático y oscuro, núcleo brillante, la obra se fundamenta sobre el diálogo pareado y dispar entre un Padre moribundo, cínico y abominable con su hijo imberbe de tan dócil y tan lastimero. Los valores, es evidente, han sido desplazados una vez que el Padre no es un par y sí una pared sin piedad (no refleja ni admite linaje) ni culpa (no se somete al imperio del arrepentimiento y la deuda), sin continencia (un flujo no reprimido de fluidos e imprecaciones) ni nombre. El padre es el Padre y no concibe admitir la sobrevivencia a su muerte de su hijo: la vida que él ha dado no es retroactiva y en ese punto está su desgracia y su fuente placentera de dolor. Las figuras femeninas o están ausentes (la Madre) o son degradadas en objetos y funciones con fines inmediatos (las enfermeras). Sin embargo, están allí, esperando en la Recepción, como las Parcas del destino y la muerte o como un coro griego, obscenas, payando versos, dislates existenciales y eróticos, trayendo desde otro lado otras voces. Quizás por ello, en ese micro-universo, la humillación no es degradante y sí catártica, justa y gozosa. Quizás por ello o por su error y fallo en la tentativa por vampirizar al hijo, las últimas palabras del Padre, su feroz e inesperado testamento, sean: “Mi último mandato es la felicidad”.

                  Las así llamadas “Dos obras inconclusas”, “Ella y Él” y “El mundo de uno y dos”, llevan el texto dramático a lo mínimo: dos personajes enfrentados, con posiciones irreconciliables y partícipes del daño y la herida, situados en el espacio y no en el tiempo con lo básico de indicaciones didascálicas. Juegos verbales, largas disquisiciones que se encastran en la producción del dolor en un vaivén entre lo sagrado y lo profano, entre la tragedia y la farsa colocan en duda el estatuto de estos textos: ya no ejercicios teatrales o bases para la improvisación, sino puntos de partida o núcleo duro de una escritura futura cuyas líneas ya están delineadas acá pero no agotadas por completo en su percurso. El texto teatral, parece decirnos Guebel, es siempre un texto futuro hasta tanto no sea encarnado por los actores y aún después de ellos, en la estela de sus fantasmas. Y eso, tal vez, es lo único que pueda aventurarse de estos textos, porque en ellos están inscriptas con énfasis las marcas de los cuerpos, erotizados sean o no sexuados (como es el caso de “El mundo de uno y dos”, cuya indicación inicial advierte: “Dos seres de sexo indeterminado, sentados en sillas, uno al lado del otro, de frente al público”). Más allá o más acá de ser una máquina pensante o deseante, tal y como lo quería o lo estableció una filosofía que inmediatamente se volvió postmoderna, los emisores en el texto guebeliano son cuerpos, cuerpos fonadores, cuerpos irreverentes, cuerpos desbordantes en el derroche y en el deseo, cuerpos que por pantagruélicos se le escapan a una (co)medida tradición teatral que podríamos imaginar inaugurada o agotada por Beckett. Ese inédito cruce, entonces, entre el blanco mate del diálogo pobre de indicaciones pero rico en reverberaciones corre al texto guebeliano de las expectativas de una tradición para alojarlo en otra, por inconclusa siempre por-venir.

                  Finalmente, en “Dos charlas sobre teatro”, sorprende la lucidez crítica del autor, en esas dos conferencias, “Los secretos del teatro” y “Apuntes Hamletianos”, donde, a partir de la experiencia personal y la praxis propia despliega su particular idea sobre la historia del teatro, de la narración y de la soledad al vínculo y al sentido. Lo que busca y le exige al teatro y las que son o han sido sus verdades provisorias y definitivas van delineando el movimiento de su reflexión hasta dar con la exposición de lo que sería su propia inflexión del hecho dramático: “el ámbito donde se representa lo sagrado, pero de cuerpo presente”. En el lenguaje y en el cuerpo, en un instante de junción que se da o se puede dar, mejor dicho, en el aquí y ahora del fenómeno escénico Guebel localiza su no poco ambicioso deseo: “una especie de vibración, el ingreso a un estado cercano al trance místico”. El teatro, con esto, se aleja de un mero pasatiempo y se define en tanto una ruptura del tiempo y con ella de las limitaciones de las posibilidades de la persona, desde siempre máscara de lo divino. Entre Artaud y Beckett, entre Hamlet y no Shakespeare, entre el non-sense y la paradoja más férrea, entre Antígona y Tristram Shandy, encontraremos la situación del teatro de Guebel que, por ir hacia la transgresión de lo prohibido y lo posible vuelve a definir al diálogo y la acción como un vínculo transgresor al intentar nombrar y por lo tanto profanar lo sagrado. La dimensión del vínculo que le adjudica al teatro, tal vez, es lo que hace de sus textos una experiencia perturbadora.

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