A través de la claraboya: Marcelo Marchese

 



Desde la otra orilla del Plata, una librería entrañable como Montevideo anida innumerables miradas, es decir historias, es decir tiempo. En una entrevista exclusiva para Puesta en Escena, Marcelo Marchese nos contó de la gesta de Babilonia, sus banderas y sus búsquedas.

Por Laura Gómez

 

"Puse una librería porque no quería destinar ni un sólo segundo de mi vida al capital.”
Marcelo Marchese

 

Una tarde de noviembre, después de infinitas horas de caminata, toneladas de polvo en la nariz e incontables estornudos entre las estanterías desbordadas de libros en los locales de Tristán Narvaja, llegué a Babilonia en busca de un cuento de Morosoli. Babilonia no es una librería cualquiera, y su dueño tampoco es un librero cualquiera. Este es, sin dudas, uno de los tantos lugares que destilan magia e historia en la ciudad de Montevideo, no sólo por la profusión de libros viejos, plantas, máscaras, esculturas y luz natural gracias a la inmensa claraboya que custodia el local, sino por las peculiares características de los personajes que deciden atravesar el umbral, y también debido a la innumerable cantidad de hechos extraordinarios que suelen ocurrir a diario entre paredes que concentran palabras, historias y tiempo (sobre todo, tiempo). Esta es la breve crónica de ese encuentro y de mis propias impresiones en torno a los pequeños sucesos que acontecieron esa tarde mientras charlaba con Marcelo Marchese, librero y fundador de uno de los lugares que amerita la visita de cualquiera que arribe a tierras uruguayas.

–¿Cómo fue que surgió la idea de Babilonia? ¿Por qué poner una librería?

–Yo empecé con un puesto en la feria. Antes de eso yo estudiaba en el profesorado y ejercía como profesor de historia. En aquel entonces tenía una novia que quería irse a vivir conmigo. Yo, por supuesto, vivía en la casa de mi madre y no estaba pensando en trabajar. Más bien pensaba en escribir, en militar para la revolución sin destinar ni un solo segundo de mi vida al capital. Así de sencillo. Pero esta chiquilina –que pensaba algo parecido– era más práctica, y me insistió mucho con este asunto de trabajar. Yo ya había empezado a dar clases, pero eso no implicaba regalar mi tiempo al capital porque mientras yo daba clases aprendía cómo pensaba la gente, qué forma ideal tenía yo de transmitir un pensamiento y cómo desarrollar el difícil arte de la generación y difusión de ideas. Ya había tenido varios trabajos: había vendido ravioles, frankfurter, leña y libros. De todo eso, lo único que no me parecía lamentable eran los libros y la leña: en ese orden. Un amigo tenía un puesto en una feria, averigüé un poco de qué se trataba la movida, compré mis primeros libros en un remate y vine a la feria de Tristán Narvaja. Acá conseguí un puesto, lo fui luchando y ampliando. La feria se hace todos los domingos, entonces ya el viernes estaba inquieto y angustiado si había alguna probabilidad de lluvia, porque el laburo del feriante es una tarea ciclópea; estás armando y desarmando tu vida cada fin de semana.

–¿Qué puede decir acerca del oficio de librero? Hoy son prácticamente una especie en extinción.

–Eso es la homogeneización del capitalismo: elimina culturas nacionales, características identitarias, bares donde uno antes podía estar horas pero ahora te meten unas sillitas de mierda, muy incómodas para que te vayas lo antes posible y vengan otros. La sustancia desaparece, el espíritu desaparece, lo sagrado desaparece, y queda sólo esta apariencia. Y en ese movimiento, las grandes superficies de libros van a ir devorando a las pequeñas. Nadie quiere desperdiciar medio día para buscar un libro, así que van donde está todo, y las grandes sucursales logran mejores descuentos, importaciones y privilegios de todo color. Pero los pequeños negocios sobreviven porque dan un servicio, esa cosa única que no vas a encontrar en ningún otro lugar. Ya veremos qué pasa cuando la comercialización del e-book se generalice y cambie plenamente la sensibilidad de la humanidad con respecto a los libros.

–Quizás deban pasar años para que ocurra eso, ¿no? Mucha gente expresa su preferencia por la materialidad del papel.

–Y tal vez esa sensibilidad para con el objeto no cambie nunca: el papel, el olor. Es como ir a la cama con alguien sin el sentido del olfato: ¡está bravo! Vos tenés que oler el libro, tocar el cuerpo. Es difícil matar eso. En todo caso quedarán los libros como antigüedades o como soportes físicos en medio de una lucha por ver qué era lo que verdaderamente decía el libro. Creo que el libro podrá sobrevivir como un nicho, porque en todo régimen hubo intersticios de resistencia. Tampoco voy a decir que puse una librería para resistir; yo puse este local porque me gusta vender libros y charlar contigo sobre libros, pero no por andar resistiendo un cuerno.

–¿Qué es lo que distingue a Babilonia de otras librerías montevideanas?

–En primer lugar su arquitectura, porque es novedosa: tiene pisos de adoquines, techos altos, una claraboya que permite que se filtren los rayos de sol, plantas. Pero principalmente porque el personal de Babilonia sabe de libros y ama los libros: uno pinta, el otro hace música, yo escribo. Eso nos lleva a perder más tiempo charlando sobre literatura que sobre el trabajo: quizás ganemos menos plata pero atraemos más clientes. Aquí Bolaño, por ejemplo, es un autor de culto: casualmente nos gusta a todos aquí, entonces se vende a cara de perro.

[Primera digresión: ingresa en la librería un joven de unos treinta y tantos, buscando un libro de fotografía de un tal Sander que a Marcelo no le suena y a mí mucho menos. El joven se presenta como argentino y asegura haber visto un ejemplar en la vidriera hace más de un año, en otra de sus visitas a Montevideo. Frente a nuestras caras de póker, inmediatamente nos informa que Sander era un fotógrafo alemán de la década del treinta que había desarrollado su obra en plena Guerra Mundial, había muerto en un campo de concentración y veinte años después alguien había descubierto sus fotografías: se trataba fundamentalmente de retratos, y su aspiración era registrar todos los tipos humanos. Después del relato de su desencuentro, Marcelo tranquiliza al joven con una frase que podría resultar trillada pero que aloja una verdad irrefutable que cualquiera habrá podido comprobar en algún momento de su vida: “¿Sabés cuándo vas a encontrarlo? Cuando no lo busques, así que olvidate de buscarlo. Es como el amor…”]

–¿Cómo fue que llegó a esta decoración en particular? He notado que es lo primero que llama la atención de los visitantes que ingresan por primera vez a este lugar.

–A mí me gusta la luz natural, y por eso la claraboya. Odio la luz eléctrica porque casi siempre afea todo; sólo la uso para leer. Además, la luz artificial proviene de un único punto, pero la luz natural viene de todos lados. Y elegimos este local especialmente por sus techos altos, porque las habitaciones estrechas generan pensamientos estrechos. Pensar contra un muro o en una esquina está difícil, ¿no? Por algo cuando ponen a un niño en penitencia lo llevan a esos lugares. Y con respecto a las plantas, fue una linda solución contra la humedad. Además, los libros por sí mismos son una decoración preciosa; no necesitás nada más. Y después está el piso de adoquines, que no sólo tienen millones de años sino que además son resultado del trabajo forzoso de muchos obreros. Por ejemplo: si vos tenés un árbol de mil años y un árbol que recién han plantado, el más antiguo ha acumulado historia y en él permanece concentrado el espíritu del tiempo. Nosotros pensamos que el tiempo es una cosa que pasa porque somos unos imbéciles; podría pensarse, en cambio, que el tiempo es un espíritu que trabaja sobre las cosas y se concentra en los objetos. Por algo una antigüedad nos moviliza más que la novedad, y un libro antiguo vale más que uno nuevo.

 

[Segunda digresión: entra en la librería Lucía, una muchachita de unos quince o dieciséis años, con una montaña de libros infantiles y la intención de canjearlos por “libros para adultos”. Motivado por los colores de sus bolsas, Marcelo le pregunta si acaso es de Peñarol, pero ella se desmarca rápidamente. Frente a nuestra curiosidad, Lucía nos cuenta que está armando una biblioteca en una casa de inmigrantes latinoamericanos que llegan a la ciudad en busca de trabajo y andan bastante desorientados, en todos los sentidos posibles que esa palabra entraña.]

–¿Por qué eligió estudiar historia y qué tiene que ver eso con su oficio de librero?

–Elegí estudiar historia porque no había quien me enseñara a estudiar cine y los planes de estudio de la carrera de letras son espantosos. Creo que la historia lo abarca todo: literatura, arquitectura, medicina, política. Simplemente me gustaba la historia y era una buena vía para saber qué era el ser humano. Yo quería saber quién era yo y qué era la humanidad; conocer el mecanismo de dominación de las sociedades y entender el mecanismo de la revolución fundamentalmente, sus reglas, el por qué de sus crisis y sus limitaciones: porque todas las revoluciones, tarde o temprano, se han convertido en tiranías. Después de todo, el vínculo interesante aquí es con el pasado, ¿cierto? Ocurre que no existe el tiempo tal como nosotros lo concebimos: pasado, presente, futuro. Y en los libros, al acumularse palabras, se acumulan también hechos mágicos que suceden de manera indiscutible.

[Tercera digresión: llega al local un hombre con acento peculiar –quizás chileno–  en busca de cuatro tomos en color azul de un autor francés. Reconoce que no valen mucho, pero está en medio de un proyecto de recuperación de viejos ejemplares. Ante tan precisa consulta, los dos desaparecen entre las estanterías del fondo, y cuando regresan lo hacen con las manos vacías pero envueltos en una conversación sobre alergias de todo tipo: al polvo de los escaparates, a la humedad de los libros, a los frutos de los plátanos que invaden Montevideo o al tomate. El cliente asevera que las alergias son aumentativas, y Marcelo sostiene que jamás desaparecen pero van mutando.]

–¿Qué clase de hechos insólitos suelen ocurrir acá?

–Un número que aparece en una cuenta y comienza a repetirse misteriosamente, por ejemplo. Y recuerdo que una vez estaba leyendo en la Feria del Libro anual que se organiza en la Intendencia, y se me acerca un cliente que se ha transformado en amigo, cuyo único tema de conversación es la literatura: él sabe mucho de estos temas, cuando le doy lo que escribo siempre tiene una crítica interesante que hacer, una visión interesante de las cosas, tiene muy buen gusto y posiblemente escriba muy bien, aunque nunca muestra nada porque es un tipo tímido. Yo estaba leyendo Estrella distante de Bolaño, donde aparece un fascista que escribe en el cielo unas palabras en latín de la Vulgata Latina; después, con este amigo empezamos un debate literario y como argumento saca de su bolso una versión de ese libro. Pero ahí no termina la cosa: yo estoy en el stand, entonces lo mando a este local y lo atiende el muchacho que andaba por acá recién –alias el Negro– y… Esperá que necesito saber qué pasó acá esa vez. [En este momento, Marcelo levanta el teléfono y llama a la sucursal que está ubicada a unos pocos metros para consultarle al Negro por el hecho mágico en cuestión.] La cosa es que el día anterior él había visto en una serie de TV una frase del Eclesiastés; con esa frase que lo impactó, compuso una canción. Y estando al día siguiente aquí, en la librería, viene Manrique –quien sólo habla de literatura– y le dice esa misma frase del Eclesiastés sin que el Negro abriera la boca. Como esas tengo millones. Cuando salga mi novela Capatax, se encontrarán algunas de estas historias.

–¿Usted ha publicado?

–Sí. Hace como unos veinte años publiqué un panfleto político, y hace cuatro un libro de ensayos bastante heterodoxos con una gran diversidad de temas (Pensamiento salvaje). Pero ya no me edito más a mí mismo; le doy mis escritos a un editor y… que se ocupe.

–¿Tiene una editorial también?

–Sí. Se llama Ediciones El Mendrugo. Además escribo una columna semanal en un portal digital que se llama UyPress.

[Cuarta digresión: esta vez arriba a la librería un tipo en busca de un libro de Sherlock Holmes (disculpe sir Arthur, su creación le ganó en fama) o Edgar Allan Poe. Marcelo da un salto de su banqueta y lo conduce directo a la estantería donde están esos autores. El muchacho anuncia que tiene intenciones de leer algo de terror, y Marcelo inmediatamente le informa que –según su opinión– Poe es mucho mejor que Conan Doyle, aunque no termina de ver el “terror” en su obra. Dice que se trata de un terror sutil, poético, para nada burdo. Y remata diciendo: “no hay tema prohibido para el artista”.]

 

–¿Cómo se lleva con los gustos de los lectores que llegan al local?

–No me gusta vender libros de malos escritores.

–¿Se los advierte?

–Por supuesto. Como el muchacho que vino recién buscando algo de Conan Doyle o Poe; le dije que, en mi opinión, Poe es mejor. Pero después cada uno es libre de llevarse lo que guste.

[Quinta digresión: detrás del umbral aparece un hombre pequeño en su contextura pero –Marcelo asegura– de gran sabiduría. El viejo tartamudea y pide al librero que “lo aguante” hasta el 15 del mes (probablemente la fecha de cobranza); trae una bolsa repleta de libros, le paga una antigua deuda y elige tres ejemplares más que serán fiados gracias a la confianza que el cliente inspira.]

–¿Qué joyas literarias han pasado por acá?

–De Las flores del mal han pasado todas las ediciones posibles, o Iluminaciones de Rimbaud; los Aforismos de Kafka, las obras completas de Borges. Y el libro más valioso que pasó por acá fue la primera edición en italiano de El Quijote. Hemos tenido también libros proscriptos, dedicados. En Cueva Libros de Buenos Aires, un amigo librero me mostró un ejemplar dedicado por Onetti a su hija, que contenía ensayos críticos sobre su obra. La dedicatoria decía: “Para Fulanita: un libro que no leería en mi vida”. Esa dedicatoria es un manifiesto de arte en sí mismo.

Quedémonos con la última de nuestras digresiones. El viejo se llevó una obra escrita en latín, un libro sobre literatura hebraica y un Nuevo Testamento interlineal griego/castellano. Este hombrecito que lee en griego y en latín, que tiene manuales para aprender arameo y guarda un profundo interés por la literatura sagrada, se viste en forma modesta, tartamudea un poco, oye con ciertas dificultades y no puede llevarse todos los libros que quisiera porque no dispone del dinero. Marcelo, sin embargo, le deja en mil lo que estaba mil doscientos y le fía el resto. “Llévelo y después me paga”. Cuando uno ve a este hombre, quizás nunca imagine lo que hay detrás: él es, sin dudas, un auténtico sabio y –muy probablemente– el tipo más humilde que ha cruzado el umbral en esta tarde de noviembre. Babilonia es un sitio harto peculiar, donde el espíritu del tiempo ha dejado su huella, donde las historias, los relatos, las palabras y las enseñanzas de estos pequeños grandes hombres que a menudo pasan por aquí y se entretienen charlando con Marcelo, se condensan entre estas paredes abarrotadas de libros. En Babilonia coexisten todas las temporalidades y uno olvida –al menos por un momento– el día, la hora y cómo es que ha llegado aquí.

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