Por Diego Hernán Rosain[1]
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En Mujeres al sol, sábanas al viento (2008), desde el título María Claudia Otsubo delimita los cuatro vértices en torno a los cuales irán rotando, como en un trapecio, los cuentos de su segundo libro: el mundo de lo femenino, lo natural, lo cotidiano y la libertad (o la falta de ella).
La antología se abre con un epígrafe de Roland Barthes que reza: “Yo soy el único que nunca me veo”. Este servirá como clave de lectura para los cuentos en donde la imposibilidad de verse a uno mismo denota la posibilidad de ver al otro. Los personajes acaban definiéndose por su relación con sus pares, no por la percepción que tienen de sí mismos.
El libro comienza, a su vez, con un poema que habla acerca de sobrellevar una infancia trunca, un viaje que implica una busca de la propia identidad y la finalización de dicho recorrido que culmina con la realización de la niña en mujer. Es decir, las historias estarán marcadas, como anuncia el poema, por un contenido trágico que muestra la dificultad que encuentran hoy en día las mujeres para alcanzar la plenitud en los tiempos que corren, arrastrando las cicatrices del pasado.
Los de Otsubo son cuentos poliédricos; es decir, cada uno nos propone un fragmento de biografía que esboza a la mujer en sus diferentes roles, funciones, obligaciones, aspiraciones y búsquedas. Mujeres fuertes y débiles, exitosas y fracasadas, dominantes y sumisas, deseadas y deseosas colman las páginas de este libro. Abuelas, madres, hijas, nietas, hermanas, esposas, viudas, amantes y trabajadoras son las caras visibles de lo femenino, un mundo multiforme que nunca acaba de narrarse del todo.
“Murmullo de sábanas”, cuento que da título al libro y lo encabeza, habla de la difícil tarea de correrse de las tradiciones femeninas, producto de una sociedad que ha relegado a la mujer a cumplir tareas del hogar, como la lavandería en este caso. Lavar la ropa es una metáfora que Otsubo utiliza para borrar las marcas que deja la violencia pasiva en la imagen que las mujeres configuran de sí mismas, que a su vez impide el encuentro con su propia identidad. El tedio de la rutina no hace más que legitimar esta alienación de la cual el personaje no puede todavía salir.
Lo propio y lo ajeno, lo público y lo privado se desdibujan en el espacio de la intimidad, dentro del cual los cuerpos se miran, se devuelven, se tocan y se reconocen. El espejo funciona, en el caso de “La carta”, como un breve contacto que le permite a la protagonista cerciorarse de la validez de los juicios de los otros: “Y asegurándose que nadie venía por el pasillo, frente al espejo, se quedó desnuda. Es cierto, lo soy, le dijo la imagen que la reflejaba. Es que eso le decían siempre, que era muy linda” (2008: 20). Nuevamente, el personaje no puede verse a sí misma si no es a través de las palabras de los otros. Esto muestra que, aún en la soledad de una habitación, siempre compartimos cuarto con alguien más que nos habla.
Los elementos juegan un papel alusivo en cada relato. A veces lo que predomina es el agua (“Murmullo de sábanas”, “La carta”), otras el fuego (“Aquelarre”), otras la luz y la sombra (“La estrella”, “La última sombra”). Los cuentos en general pueden dividirse según la dupla claridad/oscuridad, lo cual no exige que transcurran de día o de noche. Hay sobreentendidos, los cuales circulan dentro de cada relato, que permiten apreciar el amor y el desamor entre los personajes, entre aquellos que están más cerca o más lejos de encontrar su rumbo, el sentido a sus vidas. La voz es un factor crucial en el armado de los cuentos, ya que se presenta bajo la forma de silencios, secretos y murmullos. Toda palabra encierra otro sentido no dicho pero aprehensible.
La antología culmina con dos textos cortos: “Cae la tarde en el Jardín Japonés” y “Otra Balada de otoño”. La autora escoge esos momentos finales para desplegar, como al comienzo, su veta poética (en prosa en el primer caso, en verso en el segundo). Destaca, como en otros casos, la descripción de un paisaje familiar y la cadencia rítmica de lo breve, metáfora de lo fugaz.
En este libro, Otsubo abre una persiana para ver más allá de los actos cotidianos, de los ritos mundanos, para apreciar nuevos significados. A veces, el vidrio estará limpio y todo se verá de manera nítida; otras, estará empañado y habrá que limpiar con la manga de una prenda para ver más allá de las palabras y los gestos.
Referencia bibliográfica:Otsubo, María Claudia (2008), Mujeres al sol, sábanas al viento. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, pp. 95.
[1]Diego Hernán Rosain (Argentina, 1991) es Licenciado y Profesor Normal y Superior en Letras por la Universidad de Buenos Aires (FFyL-UBA). Es adscripto a la cátedra de Teoría y Análisis Literario “C” a cargo de la Prof. Silvia Delfino con el proyecto titulado “Traicionar la tradición. Usos y funciones de las herencias y legados culturales en la producción crítica y literaria de Héctor Libertella” dirigido por la Prof. Guadalupe Maradei. Es miembro activo de la Red Iberoamericana de Investigadores en Anime y Manga (RIIAM). Es socio de la Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África – Sección Argentina (ALADAA Argentina). Sus temas de investigación son la literatura argentina del siglo XX, por un lado, y los cruces entre canon literario universal y manga, por el otro. Ha publicado artículos en revistas como Puesta en Escena, Exlibris, BADEBEC, Orbis Tertius, Luthor, Cuadernos de Cómic y Trazos. Actualmente está preparando su proyecto de doctorado sobre Héctor Libertella y la tradición.
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