Por Diego Hernán Rosain*
Leonardo Oyola, Gólgota. España: Salto de página, 2008, pp. 127.
El desierto argentino ha sido pensado como una hoja en blanco que permitió la aparición de la ficción a lo largo del siglo XIX. Su inmensa productividad discursiva logró disparar reflexiones y polémicas de todo tipo. El desierto fue, en definitiva, más una construcción textual que un hecho fáctico. Hoy, ¿cuál sería el lugar que reúne las representaciones del desierto? Una posible respuesta es la del crítico argentino Fermín Rodríguez que señala que el desierto nombra menos una localización de lo geográfico que una dimensión de la imaginación de lo social y lo nacional, y en ese sentido, agrega que uno podría encontrar que los nuevos espacios en blanco de los mapas son las villas miseria en tanto zonas no cartografiadas, donde el tejido urbano se interrumpe, las calles no tiene nombre y no todo el mundo puede entrar.
En las últimas décadas, las villas miserias han comenzado a ocupar un espacio, si bien marginal, cada vez más central en la literatura. Los primeros ejemplos los encontramos en Villa Miseria también es América (1957) de Bernardo Verbitzky y “Cabecita negra” (1961) de Germán Rozenmacher. A partir del nuevo siglo podemos mencionar La villa (2001) de César Aira, La virgen cabeza (2009) de Gabriela Cabezón Cámara y Gólgota (2008) de Leonardo Oyola.
La filiación de Leonardo Oyola con las villas miserias es central, nació y se crió en Isidro Casanova, partido de La Matanza, y, en ese sentido, sus textos están impregnados de verosimilitud directamente ligados a su experiencia personal. Su obrapuede ser considerada como una poética de los márgenes la cual se afianza en ciertos rasgos del género policial. Desde Siete y el Tigre Harapiento (2005), en la cual se narra la investigación de un crimen ocurrido en las orillas de Buenos Aires en el 1900, hasta Kryptonita (2011), en donde un alter ego argentino y malvado de Superman llega letalmente herido a un hospital de Isidro Casanova, los relatos de Oyola recorren esos lugares alejados en el tiempo y en el espacio haciendo incursionar al lector por zonas inhóspitas y exóticas pero también por escenas de la realidad y de la ficción, reconocibles por el lector.
El relato troncal de Gólgota (a Oyola parecen gustarles los falsos beginnings) comienza durante un hecho insólito que ocurre en un invierno en Buenos Aires, la nevada del 9 de julio de 2007. Ese lunes se produce en la localidad de Laferrere un crimen cuyo “expediente no tiene título. Porque de lo que pasó no hay registro. Oficialmente: no hubo caso”, se lee en la novela. Así, el lector se vuelve cómplice de un crimen cuya descripción linda con lo melodramático y que, por algún motivo a develar, toma el curso de un suceso extraoficial. Se trata de la muerte de una joven, en medio de la nieve, a causa de un aborto mal practicado; la Magui, su madre, que no puede tolerar la escena, se ahorca en el patio de su casa. La intervención de Calavera, un policía amigo y familiar de las víctimas, tuerce el ritmo de los acontecimientos, el investigador vuelve a la villa para cumplir con la última voluntad de la Magui: “Que nunca las olvide y que esto no se quede así”. Calavera vivió su infancia en la villa Scasso, con la Magui, en eso tiempos, su novia, de la que luego renegó para poder salir de ese lugar; ahora, las vueltas de la vida lo llevan de nuevo a transitar por esos pasajes y laberintos que alguna vez le generaron tanta felicidad y ahora sólo lo llenan de tristeza. Pero, ¿quién es el culpable del crimen de Magui? ¿la madre suicida, la hija descuidada, la sanadora que practica el aborto? ¿Hay delito? Calavera considera que sí y todos los indicios conducen a Kuryaki, el jefe de los transas de Scasso y padre del nonato. La trama se centra, luego, en la búsqueda de justicia (o de venganza) por parte de Calavera; pero, para ello, desiste de su función como representante de la ley. Lagarto, narrador del relato, compañero y mentor de Calavera con quien entabla una relación fraternal y hasta paternalista, intenta hacerlo entrar en razón sin lograrlo.
Gólgota organiza el texto en pares binarios, y eso constituye un acierto de la narración, porque la novela no construye un bando de los buenos y otro de los malos. Esa indecisión queda en manos del lector, quien tiene la libertad de optar, o no, por alguno de los grupos. El conflicto que plantea la novela se vuelve potencialmente infinito y la guerra podría expandirse hacia dimensiones impensadas pero Oyola no se deja llevar por las múltiples posibilidades que habilita la hoja en blanco y opta por no involucrar a personas que viven fuera de los límites de la villa. El desierto se vive y se siente allí, en ese lugar que ya no es infinito sino cercado.
Gólgota avanza traicionando su género y, en el desvío de la ley y de la ficción, el final es abrupto, seco, despiadado, como un tiro en la cabeza. En ese final que solo puede dar paso al completo silencio, que rehúye de toda legalidad, que interrumpe el avance indefinido de la narración, Oyola logra captar el modo en que las conflictos se solucionan dentro de las villas.
*Diego Hernán Rosain es escritor y estudia Letras en la Universidad de Buenos Aires.
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