Por Joaquín Correa
Un manifiesto de la canción
Si Sexo y política es un manifiesto, “El Poeta”, su primera canción, es su declaración de principios. “El poeta está empeñado / en hacerme doler los ojos / y no decir nada”, se queja una voz y enumera los efectos de ese empeño: los ojos arden, sudan, crujen, chirrían, chillan, tiemblan, sangran, saltan, truenan, zumban, gimen, rabian, se hacen mierda, se cierran. Y aún así sigue sin decir nada. Que llegue, que toque. Aunque en sus versos haya de todo, sigue sin decir nada. Es más: está empeñado, como Bartleby, en no decir (y decir es hacer) nada. ¿Pero de quién es esa voz que se queja? ¿Quién es ese lector/escucha para quien la acción del poeta es un tormento? ¿Debemos encontrar la respuesta en los preconceptos del ritmo de la cumbia, en la parodia de esa cadencia que recuerda al “Orozco” de Gieco? La voz del cantor llega al punto del delirium tremens, grita, confunde en loops los versos del agite cumbiero: está buscando una respuesta, un retorno. Un diálogo. “No voy a morir / atragantado con mi propia lengua”: dice el receptor o el poeta, ya no lo sabremos, recordando el final de nuestros malditos contemporáneos. Parodia que es crítica, auto-critica que es parodia: la canción se abre, a las voces, a los sonidos, a las posibilidades del tiempo en el espacio, a la tradición establecida y a la marginal-izada. Fernández Pereyra sale de la boca del subte agitando con un disco que ya se nos hacía necesario.
Desde su portada, lumpen glamoroso, arrojado al suelo, el juglar entre la mujer, la guitarra y la denuncia. “PAREMOS ESTE SAQUEO”, exclama en letras de molde la Prensa Obrera. De ahí que el amontonamieto de palabras y su desgaste pueda re-aparecer, también, en la siguiente canción, “Los amigos”. Pero bajo otra lógica, la propia del saqueo: “Tantas palabras pa` no decir la verdad… / Tantas razones pa´ no verte nunca más…”. Una lógica entre Duraznito y Lucio, el amigo “struggle for life” de Silvio Astier. La injuria que se le achacaba al poeta era que detrás de sus palabras no hubiera nada, apenas el vacío. Aquí, la amenaza está prohibida por estar fuera del estatuto de la amistad devenida familia. Aunque ese amigo haya incurrido en el peor de los pecados: la traición, la entrega. Desoyendo los gauchescos consejos y más cerca de la picaresca de aquellos Duraznito y Astier, sus palabras han olvidado que “en el oficio de vivir / hay un mandato que cumplir: / los amigos siempre están”. Historia marginal, la canción deviene denuncia solapada, reclamo y recuerdo.
Sentimientos encontrados: la mujer
Si las cumbias eran política, el amor será sexo. Aunque no es tan así: bien sabemos que sexo es política y viceversa. Por eso, y a pesar del posesivo en el título (“Mi mujer”) que nos hace aventurar otra canción del amor occidental asesino y cristiano, blanco, heterofalocéntrico y así por delante, la voz se aloja en lo pasivo sin temor a las represalias del debe ser masculino. La mujer, contradictoria y por eso plena de vida, “es mi dueña y mi rehén”, es la fuerza de lo natural (“maremoto”, “flor”), el espacio donde refugiarse cuando el fin del mundo sobrevenga: “Me escondo bajo su vientre: / si el fin del mundo llega que me encuentre acá”. Es la opción zen que no puede terminar de definirse: “Cualquier camino es ella y me lleva hacia ella”, “cualquier lugar con ella es mi lugar”. Es sexo y es política: es deseo, vida y muerte.
Fernández Pereyra enuncia una bio-política de lo cotidiano en su “Paraguayita”: “mi cuerpo es mío y de nadie más”, nos dice, esta vez, la voz del subalterno, la mujer, inmigrante, empleada doméstica pero no domesticada. Del palo de Cucurto y Miss Bolivia, la mujer se revela: “Como no te doy ni media cabida, / te hacés el gato y te pinta bardear. / No boquearías si hubiese testigos, / si tu mujer estuviese acá. / No jugarías al macho conmigo / si supieses lo que te va a pasar”. Se revela hablando, diciendo, cantando, reivindicando la propiedad de su cuerpo frente a la propiedad del jefe que no es otra que el “capital”.
“Es un tema anónimo, plural, folclórico. Es de ellos”, nos cuenta Atahualpa cuando relata cómo encontró “Duerme negrito” en una zona de frontera, allá, lejos. La cantaba una mujer de color. ¿Quién era esa mujer? Una mujer que para trabajar en el cafetal, debía dejar a su hijo pequeño bajo los cuidados de otra mujer, hermana en condiciones. “Como toda canción de cuna, pisa la tierra y es un poco metafísica”, termina su explicación antes de cantar. Fernández Pereyra, podríamos imaginar, trae a aquella negra en uno de los tantos bondis que llegan a Mar del Plata, que van a la periferia, a las huertas de las sierras, a las casas desoladas del puerto, a los viejos chalets o phs devenidos privados, y hace explícito el tono trágico que guardaba la relación de explotación primera. “Negra” es la canción y negra también la atmósfera que va creando, en la repetición fónica de la palabra, en los tonos distorsionados de una guitarra abrupta, en la cadencia folclórica del canto. La desigualdad social y extrema que coloca a estas canciones en relación y que nos compromete con su cercanía no resulta sino en hacerlas aún más desgarradoras.
Restos
“No hay nada más menemista que el brit pop. No hay nada más menemista que la gente copada de Palermo”: podríamos pensar, si relacionáramos la educación sentimental del neoliberalismo noventoso con ciertas manifestaciones de la cultura contemporánea en nuestro país. El menemismo, vamos a decirlo, supera el tiempo concreto de su presencia monstruosa para extenderse a todo un rango de actitudes y pensamientos más o menos explícitos en el día a día. Eso va a cantar este cantautor que se define, en su espacio virtual, como “Artista / Folclorista Apátrida / Juglar / Agitador Cultural”, todos motes cuya posibilidad y auge sólo fueron reales luego del estallido brutal de la deuda neoliberal menemista.
Fernández Pereyra le da el lugar a lo extraño que todo cover representa en cada nuevo disco lanzado. Con una no sutil diferencia: su trabajo va más allá de la simple reproducción imitativa y de los parámetros de la fidelidad como juicio de lo bien logrado para arriesgarse en la interpretación. La sátira de “Common people” de Pulp se trasladará a la siempre tan porteña Capital Federal y sus regímenes estéticos. Pero no se queda sólo en los estereotipos. El cantautor también la liga: “Me dijo que estudió en el MOMA, / que el compromiso era la última moda…”. De ahí que podamos arriesgarnos a pensar que si la frivolidad del fin de siglo sobrevivió no fue sino transmutada en cierto progresismo chic que rige la argentinian way of life.
La fana de la common people de Fernández Pereyra gusta del color local, los riesgos de clase, la tilinguería del inglés del Institute y las consignas post Trainspotting: “Bailá, bebé, bardeá y cogé / porque no hay nada para hacer”. La diferencia con la gente común, el límite, es el que marcan los monopolios mediáticos desde hace décadas en la Argentina: la inseguridad. Las palabras son políticas. Y marcan límites. De ahí, que la chica que llegó de NY City quiera mezclarse con la common people y no con la gente común. De ahí que piense que “ser pobre es cool”. De ahí que el único vínculo con el conocedor de lo popular, el cantante, el único punto de contacto sea a partir del transa (y no, paradójicamente, del “dealer”).
Y al final, como en una sinfonía, como el cierre de un álbum conceptual (¿y este no lo será, por acaso?), como en una coda, todos los elementos se reúnen. Se reúnen y le dan forma a la heterogénea, heteróclita y heterodoxa “El gran cantante”. Retomando ese Orozco personal que fue el poeta y su empeño por no decir nada, tendremos la escenificación del desastre en la música popular de nuestros días: la intervención del mercado y su marketing, la cadena jerárquica de especuladores, la retirada de la canción, el avasallamiento de la singularidad de la voz. Porque la voz del cantante, denuncia el cierre de Sexo y política, mejor dicho: del gran cantante, no es sino la reproducción de la voz del Poder. “Declararon que la mejor canción / es que la se canta con la mejor voz / y la que se escribe con menos neuronas. (…) / El gran cantante le canta al amor / con versos que sirven pa’ vender jabón”. El amor, esa fuerza, “se reduce a unos pocos slogans, / huecos, falsos y muy baratos”. Y el poeta y el gran cantante, así, figuritas decadentes de la industria, son sólo emisores de dudas respondidas de forma inmediata e uniforme.
“El gran cantante” deberá ser escuchada y atendida en lo que de gesto más que parricida tiene. Denuncia, carnaval burlesco, gritería salvaje: Fernández Pereyra trae al espacio de la canción el espectáculo cínico en que parece haberse transformado no sólo el mundillo de la música sino el de la cultura toda. Y si bien él mismo pueda ser conectado con los sostenedores de aquel manifiesto de Pablo Dacal de 2006, su propuesta surge de una lectura y praxis propia de aquellos enunciados. Ya no: “Quien tenga ideas nuevas deberá ser ingerido o pasar a la clandestinidad” ni “Géneros como el rock pueden ser interpelados, disfrutados e incluso desarrollados mediante la tradición, pero el placer o el desarrollo de una tradición no tienen que ver con la construcción de ideas nuevas”, aunque sí: “Para encontrar lo nuevo hay que atreverse a no formar parte de la sociedad artística imperante. Si no hay sitios donde mostrar ni medios que nos comuniquen, deberemos inventarlos. Hacer sin dudarlo, como un acto de fe”. “Así que sentarse a escribir y componer una canción que "valga la pena" es todo un salto de fe... Bueno, que por lo menos se note esa fe”: Fernández Pereyra nos está diciendo esto al salir del subte con Sexo y Política bajo el brazo. El espacio de la canción, de éstas y de las otras que dejé en un incómodo silencio, es el espacio de la posibilidad y es ahí donde debemos empezar a imaginar nuevas formas de vida, nuevas formas de respiración en la voz. Sin dejar de apelar a la tradición: todo lo contrario. Los parricidios son juegos de niños. El estudio detenido requiere un mayor esfuerzo. Y de esfuerzos así nacen grandes discos como éste.
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