Un paseo por la poesía de Arturo Carrera: "arena para todos nosotros"

 

 

 


El universo poético de Arturo Carrera pareciera nunca extinguirse sino permanecer en un estado de constante producción escrituraria que provoca, al desintegrar las posibilidades de establecer una historia teleológica de su poética, la experiencia de leer, a modo carreriano, capas, pliegues, placas geológicas

Por María Eugenia Rasic*

 

Arturo CarreraVigilámbulo. Poesía reunida en tres volúmenes. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014, 2000 pág.

Reseñar la obra completa de Arturo Carrera pone más que nunca en escena el problema de la noción de “obra” como totalidad, como proceso de escritura acabado y puesto en circulación mediante el impulso editorial. Porque es el  universo poético de Arturo Carrera uno que pareciera nunca extinguirse, por el contrario, permanecer en un estado de constante producción escrituraria, cuya materia poética desintegra todo el tiempo las posibilidades de establecer una historia teleológica de esa producción, siquiera  momentos o contornos concretamente tallados. Y si bien este punto de partida amerita la pregunta por los comienzos de ese universo poético, muchas veces leído por ciertas voces en la crítica literaria argentina como “estallido” o “Big-bang” poético, la edición en tres tomos de su obra completa, la cual agrega además textos inéditos, también amerita la pregunta respecto a dónde termina ese universo siempre en expansión, cuáles son los límites para cercar una producción escrituraria de tal dimensión, cuáles son en estos casos las decisiones y riesgos editoriales.

“Sin embargo, una característica resaltante de esta obra es la relación problemática que plantea con la cronología. Carrera efectúa un avance regresivo a medida que aparecen sus libros” nos sugiere Sergio Chejfec en el prólogo de Vigilámbulo, y efectivamente así ocurre, ese es el movimiento espiralado que lleva a cabo la escritura del poeta (o “asintótico” como nos sugiere el escritor y amigo de Arturo, César Aira, en un exquisito prólogo a Carpe Diem, poemario también incluido en este compendio) y que esta edición permite de algún modo leer mediante el orden de aparición de los textos publicados en ella: parte de Vigilámbulo, texto inédito que da nombre a la colección y data del año 2014, para descender cronológicamente hasta su primer libro édito, Escrito con un nictógrafo, del año 1972. La edición, sin embargo, deja ver justamente desde la ausencia u omisión la versatilidad y complejidad de la obra de Carrera quien, además de producir textos en colaboración de gran relevancia por estar siempre haciendo otra cosa que aquello dispuesto por las modas literarias (caso El palacio de los aplausos (o el suelo del sentido) (2002) con Osvaldo Lamborghini, caso Teoría del cielo (1992) con Teresa Arijón, caso Retrato de un albañil adolescente & Telones zurcidos para títeres con himen(1988) con Emeterio Cerro, y etcétera), diagrama, diseña y escribe libros objetos, tales como el precioso pliegue Fotos imaginarias con nieve de verdad (2009), o como el mapa poético estelar que en 1973 edita por Sudamericana y que demuestra que después de “escribir en la noche” (me refiero al ya mencionado Escrito con un nictógrafo de 1972) se puede “escribir en el cielo” y formar parte, según Gonzalo Aguilar, de una de las producciones canónicas de la poesía visual argentina, junto con la de Oliverio Girondo. ¿De qué va esto? De que si uno mira de cerca sus objetos raros, pero principalmente ese primer mapa, puede ver allí la configuración de un universo poético en expansión cuyas constelaciones pueden seguir viéndose en sus producciones posteriores y que pone, por ende,  al tiempo poético en suspenso para poder ser leído desde cualquier punto del espacio, haciendo del  los lectores también unos cosmólogos o arqueólogos minuciosos[1], y del autor, un poeta siempre contemporáneo de sí mismo. Entonces, hay algo más que un momento “neobarroco” en su producción y otro que va “camino a la simplicidad”. Podríamos así, en esta ocasión, porque el acontecimiento editorial lo amerita, intentar una breve historia de la poesía de Arturo Carrera y rastrear los estados poéticos de su escritura, pero mostrar brevemente cómo esta escritura pasa por procesos de tamización, sedimentación, archivación y de constante formación de materia escrituraria, es aún más productivo si queremos leer una obra que se resiste a la narración lineal de su permanencia.

Invierno indiferente

I

Habrá cuatro estaciones

para el oído insepultable del fauno:

tiempos visitantes que no conocemos

pero sirven para rumiar

la soledad de cada cosa. Y para

preguntar: ¿quiénes serán?, ¿cómo se llamarán?,

¿hijos?

¿por qué confiamos en sus murmullos

tenues?

¿Por qué en esta nieve que no limita sus cristales

se liquidan de nuevo uno a uno los códigos,

las huellas ínfimas,

los vestigios fractales

y el deseo se envuelve en el ovillo de los rastros

de un cuerpo que ahora reclama

el potlatch de su juventud,

el vacío de su inocencia?

Este poema, que forma parte de la serie “Vigilámbulos”: poemas inéditos publicados en esta edición, podría funcionar de algún modo como concentración poética de la obra carreriana y como un ritornello poético que retoma algún fragmento de obra para hacerlo aparecer en otro lugar, en otro tiempo. De este modo, “Habrá cuatro estaciones/para el oído insepultable del fauno:/tiempos visitantes que no conocemos/pero sirven para rumiar/la soledad de cada cosa.” permite volver a leer  poemas y estados poéticos de Las cuatro estaciones (2008), particularmente esa “infancia del mundo” rescatada por el ferrocarril y por un epígrafe de Gilles Deleuze, tarea de rescate que les propia a  la literatura, así como también el tiempo por venir: “¿quiénes serán?, ¿cómo se llamarán?”. De hecho, nos dice Carrera en la contratapa de dicho libro que los dos últimos poemas fueron escritos imaginando que los “autores” eran sus tataranietos:

Krabbe

(invierno)

I

(…)

 

Pero el frío ríe interiormente en

nosotros. Total vigilia del mundo

en cada imagen, en cada cristal de hielo.

Y cada copo apura al mismo tiempo

la homogeneidad y la diversidad en

nuestros gestos desapercibidos,

 

 

 

tan lentos, tan lívidos...

Por otra parte, volvemos a leer en “Invierno indiferente” (podríamos citar otros pero dejamos que exploren en la edición completa) el mecanismo de Potlatch (2004), por el cual los sentidos circulan como monedas de oro que van y vienen y  y cuyo oro está “lleno de materia de los poetas del pasado”, así como también la soledad invernal de Fastos (2010), el peligro de la nieve borrando las “huellas ínfimas/los vestigios fractales” y la imperiosidad de la escritura como una cámara  lúcida capturando las ausencias del panorama visual: “el hada del ausente” (1972; 1973) siempre presente. El blanco lumínico de la nieve, de la página, de los espacios poéticos, de algunas zonas de la memoria[2]; el blanco que formó parte a la vez como soporte, aunque en forma parcial y para servir de contraste lumínico, de sus dos primeros textos (1972 y 1973), nos habla también de un modo “arcoirizado” de leer la colección que va de tonos intensos a tonos suaves, degradando los colores, los mismos tonos, los ritmos. Como las  paletas de Alfredo Prior o Juan José Cambre, artistas con quien comparte el proyecto cultural Estación Pringles desde el año 2006,  o como abanico de papel desplegado y pintado con la técnica sumi-é[3], los tres volúmenes de Adriana Hidalgo se abren y nos circundan, aunque ignorándonos, pero reuniéndonos: “Dejo esta laguna frente a ti,/esta laguna que nos ignora y sin embargo/nos circunda, nos une por primera vez,/nos va reuniendo.// No nos atrevemos a sentir cómo tantas formas/se adhieren y se apoderan de un cuerpo que ya no es nuestro” (1997).

 

“El poema se abre”

¿Cuál es entonces la experiencia de lectura de estos tres volúmenes?: leer densidades e intensidades poéticas que tienen que ver no sólo con el caudal de versos que componen la colección (dos mil páginas de versos) y que ponen una vez más en evidencia un recorrido autoral comprometido con el trabajo de escribir poesía (insisto: la poesía aquí se escribe y se trabaja), sino  la experiencia de leer en capas, o a modo carreriano (porque uno confirma de nuevo, ya innecesariamente, una identidad autoral), pliegues o placas  geológicas. Por un lado, las investigaciones de Arturo hechas sobre los restos arqueológicos sedimentados en la laguna de Monte Hermoso en El vespertillo de las parcas (1997), libro que junto a Potlatch (2004)  van construyendo la noción que  da nombre de la colección: “vigilámublo”, o, por otro lado, las investigaciones respecto a la arqueología de las plantas en Tratado de las sensaciones (2001), libro en el cual hace uso de la expresión “carporrestos” para designar los restos de vegetales y los elementos que forman parte de estos, se hacen ecos superpuestos en el afuera de la escritura, en la experiencia de lectura que también forma parte de la poética. Es decir, uno aquí tiene todo ese “material pelítico” (1997) al alcance de su mano para “mirar, calcar la huella, sacarle fotos”: ver las partículas leves “que se disipan en residuos organizados” (1997). Acaso uno puede convertirse también aquí en “arquólogos ignorantes”  capaces de “seleccionar las muestras” y “tamizar por flotación” (Carrera 2001). Efectivamente la poesía de Arturo Carrera “es una muestra en intervalos. Carporrestos/ distribuidos en el sedimento/Con intervalos de volumen,/de tonos./ granos carbonizados/incompletamente” (2001). Tal vez aquí, en la incompletud, está la clave y el meritorio riesgo de editar una Obra que aún no se ha finalizado y que permite excavar en sí misma fragmentos que se mantienen, como “los peces del río Nilo” (Nacen los otros 1993), flotando en la superficie más viva de la poesía argentina.



[1]Para entender la relación que se produce entre la figura del astrónomo y del arqueólogo en la poesía de Arturo Carrera es interesante  mencionar una película que ha sido premiada como mejor documental por European Film Academy Award 2010 y seleccionada como finalista en el  Festival de Cannes 2010 (entre otras distinciones): La nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán. Situada en Chile, a tres mil metros de altura, los astrónomos venidos de todo el mundo se reúnen en el desierto de Atacama para observar las estrellas. Aquí, la transparencia del cielo permite ver hasta los confines del universo.
Abajo, la sequedad del suelo preserva los restos humanos intactos para siempre: momias, exploradores, aventureros, indígenas, mineros y osamentas de los prisioneros políticos de la dictadura.

Mientras los astrónomos buscan la vida extra terrestre, un grupo de mujeres remueve las piedras: busca a sus familiares. En este sentido, el trabajo astronómico y el trabajo arqueológico en la poesía de Arturo Carrera se vinculan para pasar de la experiencia telescópica a la experiencia fotográfica, excavatoria, fotográfica, siempre a través de superficies diferentes: desde los cielos de Pringles o de los confines de la galaxia a la tierra de Pringles o los sedimentos acuáticos. La escritura, acompañada de las imágenes y sonidos poéticos, se torna su principal material de trabajo.

[2]  Es interesante destacar de qué forma esta percepción cromática de la escritura de Arturo nos permite leer su poética también en imágenes. En “Von Stuck: Verrit, 1891”, poema que forma parte del Tratado de las sensaciones (2001),  el poeta nos regala, nos “dona”, una pieza pictórica y poética al mismo tiempo que problematiza a través de la imagen del artista alemán la soledad del fauno y del poeta en el abismo del tiempo, el borrón que hará la nieve de toda huella del pasado. Entonces, como un archivista que hace de su poesía un material inagotable, recupera sus rastros, sus recorridos, sus derroches. Es necesario pues, sin duda, mostrar esta pieza:

 

     V Von Stuck: Verrirt, 1891.

        I

        ...en la gran nieve.

        Apartado, y en los muslos

        el mismo vigor, las mismas pezuñas

        de cabra en la nieve,

 

 

        los brazos demasiado cruzados,

        como envolviendo el torso de tísico

        hasta rozar con  dedos largos la espalda gibosa,

        la nariz roja aspira el frío

        con la sonrisa fracasada del tonto.

 

 

        Herido,

        sabe que su sangre va a manchar la nieve,

        y aunque busca como un hueso delicado el narciso

        que enterró en primavera entre cristales,

        sabe también que empezará a nevar,

    qu

 

que la nieve borrará toda huella.

 

[3]Nos referimos con esto principalmente a la reflexión que Arturo desarrolla en su libro Ensayos murmurados (2009). Allí el autor nos dice que la pintura sumi-é es lo más comparable a la escritura manuscrita, ya que en Oriente esa técnica y  la caligrafía son considerados la misma clase de arte. Están el blanco y el negro de la tinta, porque se pinta sobre papel y casi no se aplica color. La particularidad del sumi-é es que el papel, el soporte, es el que realiza la obra sin que lo sepa el artista que se mueve con movimientos “inconscientes” según Occidente. El artista, como Pollock con su dripping o en este caso el poeta, sigue su inspiración volcando la energía de su espíritu en trazos, en bocetos o borradores muy parecidos al manuscrito: “La nieve es otra cosa. Un material/ que preparan para el arte de la fotografía./ Una pintura sumi-é, que no podrá ser retocada/ni borrada a riesgo de fundirse como sobre/el adoquín el aguanieve” (2010).

*María Eugenia Rasic es Profesora y Licenciada en Letras por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente es estudiante del Doctorado en Letras en la misma unidad académica y  becaria del Centro Nacional de Investigación CONICET. Su trabajo de investigación está centrado desde su tesina de grado en adelante en el archivo y la poesía del poeta argentino Arturo Carrera.

Ha escrito ensayos y artículos, entre ellos, “Una poética en suspensión. Los estados de la poesía de Arturo Carrera”, capítulo del libro  Poéticas compuestas, sello Katatay, 2015;   “Suspensión en el cielo. Cosmografía de una escritura poética” en Manuscrítica. Revista de Crítica Genética, N° 25, 2014).

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