Entre agitación y sosiego. Pasajes de ida y vuelta

 

Entre la mano en obra que surca con su traza la pÔgina y el ojo co-lector que atraviesa la escritura, hay un pasaje, un trÔnsito, una inquietud, así como también una estancia, una demora. En esa tensión entre el fluir del texto y el sedimento de la biblioteca se va haciendo lo que a veces solemos llamar literatura.

Por Roberto Ferro

El acto de escribir es una expedición solitaria que irrumpe en lo desconocido, en lo no transitado; la imagen de Peter Handke me permite, en consonancia en su figuración espacial, aproximarme al pasaje, a la tensión, entre la escritura y la lectura.

La diversidad de modos de interpelación de la especificidad literaria, mĆ”s allĆ” de su diferencias muchas veces irreconciliables, tienen un eje de reciprocidad e irradiación, en ningĆŗn caso se minimiza la importancia de la escritura y la lectura,  de tal modo que es posible asumir una convergencia que tiene mucho de cita de autoridad de Perogrullo: la literatura es una dimensión discursiva en la que todos leen y algunos escriben.

ā€œEscrituraā€ y ā€œlecturaā€ refieren tanto un proceso como un resultado; en el proceso, la mano que escribe y el ojo que leen estĆ”n en trĆ”nsito, se desplazan de un lugar a otro de la pĆ”gina. Luego, como resultado, la escritura es punto de partida y de llegada de la lectura, la relación se asemeja a un dibujo de Escher.

La mano que escribe es una mano en obra que es tanto un modo de delinear un trazo en la pĆ”gina en blanco como de consumar la actividad co-lectora del ojo que lee. La metĆ”fora del labriego puede contribuir  a hacer mĆ”s nĆ­tida esta tentativa. Al esparcir las semillas, el labriego interviene en un proceso de diseminación que bien habilita a especular con la correspondencia entre la actividad de sembrar y la manera en que los sentidos de un texto proliferan mĆ”s allĆ” del arraigo de la escritura a su territorio original.

Mientras el libro se sostiene en la mano, el texto se sostiene en el lenguaje. Su movimiento constitutivo es la travesía. Los significantes de la escritura son siempre indeterminados, el número de significados exceden sin medida posible el número de los significantes que la conforman. En el texto literario el enlace del significante con el significado es menos relevante que la configuración inestable de los significantes entre sí; el sentido se produce en un proceso de dilaciones sin clausura; el texto es el campo del significante que problematiza los mÔrgenes y que, por lo tanto, no remite a alguna idea inefable o anterior sino al juego que deviene de las innumerables variaciones de significación que se producen en cada travesía de lectura.

De ahí, entonces, el texto literario puede ser pensado como un espacio cinético, un fluir de significaciones en procesos siempre en curso; ese proceso no tiene fin, nunca se consuma en un producto terminado, clausurado, sino que se manifiesta como una producción en tren de hacerse, entramado con otros textos, otros códigos, articulado de esa forma con la sociedad, con la historia, no según vías deterministas sino citacionales.

Es esa insistencia en el movimiento, lo que atrae  la idea de viaje cuando pasa de su significado puramente material, desplazamiento fĆ­sico  de un lugar a otro, a un significado existencial: ā€œla vida como viajeā€ y desde la modernidad, desde Montaigne y sus herederos, a la ā€œescritura como viajeā€, conserva entre sus nĆŗcleos semĆ”nticos el de ā€œtrĆ”nsitoā€ y sus resonadores.

Es asĆ­ que es posible pensar en atravesar la obra de un escritor o en recorrer la biblioteca de un lector,  como si se estuviera leyendo un cuaderno de bitĆ”cora. Esta correlación con una poĆ©tica en la que las travesĆ­as tienen como objetivo, a travĆ©s del conocimiento de una realidad que no se circunscribe a su dimensión fĆ”ctica, alcanzar la interiorización de una otredad y un nuevo modo de asumir la identidad de los viajeros, tanto del escritor como de los innumerables lectores. Aislar algunos de los nĆŗcleos semĆ”nticos que componen el significado de ā€œtrĆ”nsitoā€ permite reflexionar especulativamente en torno del viaje como una caracterización tan apropiada como insuficiente para figurar el pasaje entre escritura y lectura.

El trĆ”nsito del viaje, el pasaje de la escritura y/o de la lectura, no son movimientos perpetuos, estĆ”n atravesados por detenciones. El nomadismo de esa inquietud no es infinito  conlleva la exigencia de situar estaciones en las que la agitación se interrumpe, hay estancias en las moradas que, de tanto en tanto, suspenden  las errancias.

La cartografía que surge de ese cuaderno de bitÔcora se da a leer como una obra en curso, en trÔnsito, un itinerario incompleto; las estancias de esas travesías, en las que se han ido sedimentando sus movimientos, se manifiestan en dos formas; por una parte, en los textos que se han ido escribiendo a lo largo del tiempo y, por otra, en las composiciones diversas que se fueron sedimentando en bibliotecas de acuerdo con las funciones que los trÔnsitos iban imponiendo a sus estratificaciones tan inestables como las de los paisajes cambiantes de los médanos. Los volúmenes en los que se arraiga la escritura y las bibliotecas en las que han ido acumulando esos libros leídos y releídos, son las detenciones que escanden las travesías.

Acaso lo que solemos llamar literatura sea un espacio en el que el sedentarismo necesario del labriego se intersecta con el nomadismo agitado del viajero.

(ContinuarĆ”)

 

Buenos Aires, Coghlan, julio de 2015.

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"La Lectura y la Muerte", de Rolando PƩrez, por Teresa Gatto