Fragmentos de Aquilea, crónica de una librería



Aquilea no tiene puertas, su entrada es como una gran pantalla. Muchas veces me quedo mirando esa pantalla, con el ficus en el borde, más allá los autos y la vidriera de enfrente. Siento que pierdo el tiempo, pero es difícil dejar de mirar

 Por Hernán Lucas*

A mi librería le puse Aquilea, como la ciudad de la película Invasión, que no es otra que Buenos Aires. Siempre me pareció que Bioy y Borges, que escribieron el guión de la película, con ese nombre quisieron decir: esto es Buenos Aires, aquí lea, interprete. Por lo que averigüé la palabra tiene varias acepciones, entre otras: ciudad sitiada.

Al principio me parecía muy obvio el jueguito de ponerle Aquilea (aquí-lea) a una librería, pero a los demás les gustaba, así que me terminé convenciendo. La diseñadora que hizo la marquesina no sabía nada de cuestiones literarias o cinéfilas, y sólo vio en el nombre el juego de palabras. Me mandó unos bocetos en los que un acento en forma de flecha caía en la i de “aquí”. Le pedí que el juego de palabras quedase más sugerido, le explique qué era una aquilea, la cuestión de la película... Me respondió con un boceto sin flecha. Dos años después el tamaño de la marquesina se volvió antirreglamentario y tuve que sacarla. Se me ocurrió contratar a un grafitero para que grafitee la palabra “libros” en el lugar donde había estado la marquesina; de esa forma, aun con el local cerrado, la gente que pasa nunca dejaría de saber que ahí funciona una librería. A su vez si el gobierno intentara cobrarme por hacer publicidad en la vía pública yo podría alegar que no tengo nada que ver, que se trató de la típica acción furtiva de un grafitero.

*

Aquilea no tiene puertas, su entrada es como una gran pantalla. Muchas veces me quedo mirando esa pantalla, con el ficus en el borde, más allá los autos y la vidriera de enfrente. Siento que pierdo el tiempo, pero es difícil dejar de mirar. Si estoy sentado detrás del mostrador e inclino la cabeza a cuarenta y cinco grados veo lo que tengo más cerca: el monitor de mi computadora, a noventa veo el ficus que está en la entrada, y si hago foco más allá, aparece la calle.La luz azul de un patrullero esperando el semáforo titila como una flor en la cadera del vestido de novia que se exhibe en la vidriera de enfrente. Desde ahí, tal vez alguien o algo mire para este lado, y en ese caso en su pantalla estaremos el ficus, las mesas de libros, los carteles colorinche, los tres ventiladores, la computadora y yo.

*

Una vez, mientras regaba el ficus que tengo en la entrada, creí ver, delante del sex shop de enfrente, una defensa antiterrorista. ¿Qué hacía algo como eso delante de un sex shop? Publicidad no convencional, pensé. Así como el club Hebraica y su teatro tienen una defensa decorada con formas de notas musicales en un pentagrama, a los de Buttman se les debe haber ocurrido hacer propaganda con una construcción típica del barrio. En este caso, una defensa antiterrorista hecha de barrotes rojos y puntiagudos. Tal vez, pensé, el sentido de esa publicidad no sea tan banal, tal vez los de Buttman con su ocurrencia buscan dejar sentado un comentario acerca de la sexualidad humana. Una defensa antiterrorista en forma de cinturón de castidad hecha de barrotes rojos. ¿Pero qué comentario sería ése? ¿Qué significado podría tener un sex shop protegido con barrotes? Tal vez no haya alegoría, y la defensa sea real. En Buttman funcionaría el templo de una religión basada en el sexo sofisticado: los vibradores, la lencería, los geles, serían la substancia espiritual. Esta religión teme un ataque de otras, menos exitosas, y se protege. ¿Cómo se pueden pensar tantas cosas increíbles en tan poco tiempo? Del asunto de la publicidad al templo religioso, sin detenerme en que todo era improbable desde el principio. Aquello de enfrente no podía ser una defensa antiterrorista, de ninguna manera, pero sin embargo dejé correr esa idea y sus derivaciones como el chorrito con el que regaba el ficus. Terminé de regar y me olvidé del asunto. Me fui hasta el mostrador, al fondo. Ya de noche, por curiosidad, fui de nuevo hasta la entrada, y ahí estaba, brillando encima de la puerta del local de Buttman. Eso que había visto enfrente, y que tantas ideas me había sugerido, no era más que una marquesina, con sus letras rojas puntiagudas sobre un fondo blanco, esperando que la subieran. El sol y la distancia no me habían permitido advertir el fondo blanco. Confundí las letras con barrotes, y mi pensamiento a chorro hizo el resto. ¡Novelero! creí oír, por un momento, que me gritó esa vieja que ahora ojea entre los policiales.

*

Al principio, había gente que entraba a la librería y me saludaba con familiaridad. Yo les devolvía el saludo por no ser maleducado, pero no los reconocía hasta que los tenía cerca. Ahí me di cuenta de que necesitaba anteojos. Un día estaba mirando la calle con mis anteojos nuevos, y pasaron dos hombres sosteniendo un espejo enorme. Adentro había un tipo reflejado metiéndose libros en un bolso, detrás de mí. En el espejo también iba yo, claro, con cara de tonto, compartiendo plano con el ladrón.

Aquilea, crónicas de una librería (Bajo la luna)

 

*Hernán Lucas nació en Buenos Aires en 1974. Trabaja en librerías desde los dieciocho años, y abrió la suya, Aquilea, en 2007. Publicó los libros de poemas: Un tapado arena (Alción, 2005) y Prosa del cedido por el oro (Paradiso, 2007). En 2012 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó la Beca Nacional de Creación Literaria. Co-organiza los ciclos literario/musicales: “Noches Humbert Humbert” y “Cine, escritores y músicos en librería Aquilea”. Es licenciado en Artes por la Universidad de Buenos Aires.

Publicar un comentario

0 Comentarios

Las cadenas invisibles: Morgiana, entre la libertad y la esclavitud psíquica por Diego Hernán Rosain