Hacia una estética del vaciamiento:La hora de la estrella de Clarice Lispector



Un acercamiento a la última obra de Clarice Lispector desde una problemática que atraviesa toda su producción de un modo particular y único, la cual supo explotar y le permitió sobresalir dentro del campo literario brasileño y latinoamericano.

Por Diego Hernán Rosain

Indudablemente, La hora de la estrella (1977) de Clarice Lispector es una novela social. Pero su objeto, justamente, no es la sociedad ni un tipo o clase social, sino los modos de representación de los diferentes estratos sociales dentro de la literatura previa a ella. La novela de Clarice no trabaja con sujetos, sino con los discursos que la literatura social crea sobre o en base a esos sujetos. Podría decirse, entonces, que la novela de Clarice es inmediatamente social en tanto que discute con una tradición en la que se inscribe y a la vez reniega, parodia y modifica; y, a su vez, es mediatamente social en tanto que aborda las representaciones o figuraciones de las diferencias sociales de su época como problemática.

La novela social, que se inicia en Brasil en el siglo XX con la literatura de cordel pero cuyo máximo exponente lo encuentra en los Centros Populares de Cultura (CPC) creados en 1961, es una corriente o movimiento literario que denuncia las diferencias y los abusos de las clases altas con respecto a las bajas. Sus autores generalmente son gente letrada, culta o erudita que se apropia de la voz del otro para narrar los hechos. El modo de representación es mimético, es decir, busca reflejar la realidad tal y como es para así poder criticarla. El tono predominante suele ser dramático; el autor buscar crear un lazo afectivo con el lector para que se sienta identificado y se compadezca de los personajes que sufren por culpa de su condición y de la indiferencia o injusticia de los más acomodados. El efecto que busca producir es el del cambio social, la toma de conciencia en el público; pero muchas veces suele caerse en el patetismo, provocando el efecto contrario. En una entrevista realizada a Osvaldo Lamborghini, él dice:

 

La estética del populismo es la melancolía […]. ¿Cuál es el gran enemigo? […] los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, de lamentarse. […]. En los textos la ideología actúa, la ideología sube al escenario y representa su papel. […]. Los escritos (no) tienen que valer por el sufrimiento que venden y por las causas nobles de ese sufrimiento.[1]

 

Cambia el contexto, pero el enemigo sigue siendo el mismo. Clarice discute con esa literatura que se jacta de ser social, que aspira al cambio sin lograr nada y que confía ciegamente en poder aprehender una parte de la esencia de la realidad. La literatura social es, justamente, esencialista; toda representación mimética de la realidad lo es. Clarice discute con esta postura inscribiéndose en dicha tradición y parodiando su discurso.

Para ello, dos personajes son clave: Rodrigo S. M., el narrador en primera persona, y Macabea, su objeto de estudio y protagonista del relato. Rodrigo S. M. es un hombre letrado, perteneciente a la elite de la cual, sin embargo, rehúye (“Sí, no tengo clase social, marginal que soy. La clase alta me tiene como un monstruo raro”)[2]. Por eso mismo, a su vez, se siente en el deber de escribir el relato de Macabea: “Lo que yo escribo es más que invención, es mi obligación contar sobre esa muchacha, entre miles de ellas. Y deber mío, aunque sea poco arte, el de revelarle la vida”.[3] Macabea es una chica normal, no posee nada especial, y es en eso que radica una de sus características: ser una más entre miles. “Como nordestina migrante y pobre, representa la figura del brasileño típico: población que vive, en su mayor parte, en condición de extrema miserabilidad”.[4] Rodrigo S. M. y Macabea no se conocen, ni siquiera puede decirse que existan realmente (“Si posee veracidad –y está claro que la historia es verdadera aunque inventada”)[5], empero, entablan una relación unilateral de amor/odio. Rodrigo S. M. detesta a Macabea, critica todos y cada uno de sus aspectos: su apariencia, su físico, su higiene, su ignorancia, su origen. Pero no puede dejar de narrarla, de vivir a través de ella. Él es alguien en tanto que cuenta a Macabea.

Rodrigo S. M., a diferencia de los narradores de los discursos sociales, no es un personaje bondadoso y comprensivo. Más bien todo lo contrario. Es egoísta, irónico, narcisista, agresivo (tanto con el lector como para con los demás personajes), acapara la mitad del relato. Crear un narrador con estas características logra alcanzar una ventaja crucial: con Rodrigo S. M., Clarice evita caer de lleno en el patetismo de sus predecesores. El trato que él y el resto de los personajes tienen con Macabea es deplorable y altamente censurable. Pero nadie hace nada para evitarlo, ni siquiera la misma Macabea, quien parece no verse afectada.

Macabea, al igual que Rodrigo S. M., comparte rasgos con Clarice. Ambas son portadoras de una infancia pobre y tortuosa atravesada por la inestabilidad económica y una orfandad temprana. Fuera de esto, Macabea no posee ninguna característica o rasgo distintivo; más bien, su rasgo distintivo es no tener ninguno: no tiene un cuerpo voluptuoso ni femenino como su amiga Gloria, tampoco tiene aspiraciones ni sueños como su novio Olímpico (y si los tiene, son superficiales o imposibles), ni el conocimiento o la destreza retórica de Rodrigo S. M. Macabea es una forma sin contenido, un vacío, la negación de cualquier afirmación. Macabea es la materialización de la novela de Clarice (“Pues esta historia es casi nada”)[6], su comentario y su metatexto: una novela puramente antiesencialista: “Juro que este libro está hecho sin palabras. Es una fotografía muda. Este libro es un silencio. Este libro es una pregunta”.[7]

La novela de Clarice no es, a pesar de todo lo que venimos diciendo, una novela nihilista, o al menos, no lo es en un sentido negativo ni peyorativo. Clarice indaga acerca de cuáles son los mecanismos que permiten conformar y sostener las relaciones de los individuos dentro de una comunidad: la nada. En este sentido, la novela adquiere no solo una posición crítica, sino también reflexiva con respecto a aspectos del orden de lo social.

Para Roberto Esposito, la nada es “lo que tienen en común comunidad y nihilismo, en una forma que hasta ahora ha sido ampliamente desatendida”.[8] Según Esposito,

 

Aquello que, según el valor original del concepto, comparten los miembros de la communitas […] es más bien una expropiación de la propia sustancia, que no se limita al «tener», sino que implica y socava el mismo «ser sujetos» […]. Sus miembros no son ya idénticos a sí mismos, sino que están constitutivamente expuestos a una tendencia que les lleva a forzar sus propios confines individuales para asomarse a su «afuera». Desde este punto de vista, que rompe toda continuidad de lo «común» con lo «propio», vinculándolo más bien a lo impropio […] el sujeto de la comunidad no es ya el «mismo» […] sino una cadena de transformaciones que no se fija nunca en una nueva identidad.[9]

 

Para poder autodefinirse, todos los personajes necesitan volcar sus frustraciones en Macabea. Ella, la mujer-sin-atributos (“pura e idiota, trágica y medio cómica”)[10], es la condición necesaria para que exista una idea de comunidad en la novela de Clarice. Los personajes, así como la comunidad, no se definen a sí mismos, sino que dependen de Macabea, el otro, el vacío, para poder hacerlo: “La acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración en otro y finalmente mi materialización en objeto”.[11]

La paradoja que se extrae de la novela de Clarice es que, aun siendo una novela atípicamente social, aun cuando aborda indirecta o mediatamente el problema de las diferencias sociales, es más social que cualquier novela que acude a un modo de representación mimético de la realidad. Justamente, la efectividad de la novela de Clarice reposa en el hecho de que haya desechado la mímesis como medio de representación en pos del artificio: “todas las máscaras son destruidas bruscamente”.[12] La novela muestra y resalta constantemente el hecho de que es una invención: “Va a ser difícil escribir esta historia. A pesar de no tener nada que ver con la muchacha, tendré que escribirme todo a través de ella por entre mis asombros”.[13] Que la historia sea una invención la vuelve más verosímil que cualquier intento incompleto y fugaz de imitar la realidad. Las digresiones, los paréntesis, las interrupciones, los juicios de valor, las apreciaciones estéticas, todo contribuye como una luz intermitente a recaer en la toma de conciencia del artificio: “Este autorretrato hecho de fragmentos funciona como una especie de tejido conjuntivo de la obra, pues sirve de sustento a los diversos núcleos del libro, promoviendo el quiebre de cualquier ilusión y conduciendo la atención del lector a la materialidad de la escritura”.[14]

La muerte ocupa un lugar central pero invisible hasta el final de la novela. La muerte de Macabea, sin sentimientos ni melodramas, le es impuesta. En cuanto ella cree tener un futuro, en cuanto le aseguran que ella es alguien y no algo, la muerte la espera a la vuelta de la esquina. Muerte que no le estaba deparada a ella, sino que la adivina se la había predicho a otro. “La cualidad de esta novela (está) en el sistema de tensión dialéctica creado por el conflicto entre varias construcciones, cada una trayendo una historia de amor y muerte con relación a la otra: crear es matarse como sujeto, o sea, dar voz al otro”.[15] El autor/a prefiere matar a Macabea antes que insertarla en ese sistema que somete y discrimina al otro para ser alguien.

La historia y lo social en La hora de la estrella no aparecen sujetos al modo de representación de lo real, sino “a través de la conciencia de sus personajes (lo que se ha leído como psicologismo), que funciona a su vez desplazando esta tradición social de la literatura brasileña, señalando precisamente la ausencia de ese ‘real’ que supuestamente se estaría representando”.[16] Lo real no existe; lo único que les queda a los personajes de Clarice es ese otro que señala el lugar vacío de esa pérdida.

Lispector, Clarice, La hora de la estrella. Buenos Aires: Corregidor, 2011, pp 128.

 



[1]Lamborghini, Osvaldo, “El lugar del artista. Entrevista a O. L.” en Lecturas Críticas, I, 1, Buenos Aires, diciembre de 1980, p. 49.

[2]Lispector, Clarice, La hora de la estrella. Buenos Aires: Corregidor, 2011, p. 28.

[3]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 23.

[4]Battella Gotlib, Nádia, “La hora de la estrella” en Clarice. Una vida que se cuenta. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007, p. 511.

[5]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 22.

[6]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 33.

[7]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 26.

[8]Esposito, Roberto, Ibíd., p. 62.

[9]Esposito, Roberto, Ibíd., pp. 62 y 63.

[10]Battella Gotlib, Nádia, Ibíd., p. 511.

[11]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 30.

[12]Arêas, Vilma, “La hora de la estrella” en Clarice Lispector con la punta de los dedos, Verónica Lombardo (trad.). San Pablo: Companhia das Letras, 2005.

[13]Lispector, Clarice, Ibíd., p. 33.

[14]Arêas, Vilma, Ibíd.

[15]Battella Gotlib, Nádia, Ibíd., p. 516.

[16]Garramuño, Florencia, “Una lectura histórica de Clarice Lispector” en La hora de la estrella. Buenos Aires: Corregidor, 2011, p. 106.

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